ALEGORÍAS DE LA GUERRA
Paso tranquilo las hojas del atlas que tengo sobre la mesa. Al mismo tiempo contemplo distraído las banderas de diferentes países. Consulto la voz Ares. De repente siento un escalofrío. Las “flores”, ya inertes, no me provocan piedad alguna. Sin embargo, me estremezco.Pienso en la mêtis, la inteligencia hábil y sagaz, la astucia vigilante, esa cualidad que enfrentaba en forma extrema a Palas Atenea y Ares, como también a su padre Zeus ante el poderoso Cronos. Ella es la inteligencia, la astucia, la previsión, la mesura, en fin, la que reúne todas las armas de la razón, frente a la brutalidad ciega de Ares. Atenea las hereda del rey del cielo, su padre olímpico, y también de su madre Metis. Así, Ares, el violento, después de yacer con Afrodita, ella misma el Amor y la Armonía, se enfrenta al industrioso y astuto Hefesto, el esposo engañado. Interviene Atenea Parthenos, de ambos hermana, preparada para el combate, recubierta de casco, armadura y lanza, y protegida por la magia de la Égida; diosa guerrera, pero al tiempo pacificadora, que se impone para restablecer el orden, la razón. Es la Atenea inteligente y técnica (techné), constructora y protectora de los oficios, soberana defensora de la ciudad, que somete siempre a Ares, porque la guerra, al fin, es un instrumento político, cuyo objetivo también es político, y que incluso se puede ganar en la paz, gracias a la inteligencia y la previsión. Bellum pacis est causa, dice un adagio latino. Recuerdo también que las acciones del hombre eran fiel reflejo de las de los dioses. El hombre podía ser astuto y también brutal, pero rara vez ambas cosas a la vez; era lo uno o era lo otro, salvo contadas ocasiones; y una vez que llegaba al extremo inevitable de la guerra desbocada y violenta, se imponían Ares y su cortejo fatal, Fobo, Deimo y Eride, el miedo, el terror y la discordia. Se desataba la debacle. La vida se secaba, se destruía, se arruinaba. Entonces, como ahora, las flores perdían color, se marchitaban. Entonces, como ahora, ya no quedaban banderas extendidas al viento, solamente trapos rasgados y también descoloridos, madera quemada… Y cadáveres sobre la tierra esquilmada.Pienso asimismo en Homero, cuya Ilíada, supremo canto primordial o fundacional de la literatura europea del Mediterráneo, nos relata la Guerra de Troya, metáfora y paradigma enormes de la epopeya guerrera, combate épico sublime entre los hombres y también entre los dioses y los héroes. Los dioses intervienen desde el origen de la discordia, la celosa Eride, y también Hera, Atenea y Afrodita, quien es finalmente elegida por su belleza en el Juicio que arbitra Paris, que desencadena el conflicto definitivo entre los hombres al raptar este a Helena, ofrecida por la diosa del amor en premio a su lealtad. Me sumerjo en mis pensamientos. Siento que no ha pasado el tiempo, que siempre ha sido así, que la guerra es algo consustancial a la condición humana. La instalación de Eloy es una muestra innegable de ello. Ares, en fin, representaba la violencia extrema, la brutalidad desbocada, la crueldad desquiciada e incontrolable, hija del odio, el desconcierto, los celos y la envidia. Ares practicaba la guerra sin control alguno, en la que no existe un plan preconcebido y medido, en la que todo se lleva a cabo de modo enajenado, frente a la razón siempre poderosa de Atenea, que planificaba previsora, que practicaba técnicamente el arte (techné) de la guerra, ayudada por el ingenio industrioso de Hefesto y el escudo protector, la Égida, del todopoderoso Zeus.
[Pienso que nunca he podido entender la relación y conjunción de esas dos palabras, ese sintagma llamado arte de la guerra, o artedelaguerra, dicho de seguido. Nada, pues, tan contradictorio y tan perverso].Aunque todo ello se ha convertido ya en lejanas alegorías y metáforas, siento, empero, que permanecen como ejemplos perennes y perpetuos. Ya sean literarias, mitológicas, mágicas, simbólicas, ficciones o hechos reales, vulgares y comunes, se encuentran, se quiera o no, en nuestro consciente colectivo, formando parte de leyendas de tradición oral o escrita, advenidas a nosotros con un manto de asombro y admiración, como cantos a la heroicidad del hombre, a la belleza de sus acciones guerreras, a la formación de antiguos y poderosos imperios, ahora ya arruinados, al sentimiento orgulloso de los pueblos por su pasado, a los blasones y antiguos estandartes, ganados en los campos de batalla, que ennoblecen tanto la vida como la muerte, todo ello ya trasnochado. En fin, resumiendo de manera fría y cortante como una hoja de acero bien afilada —¡qué paradoja!— a las luchas fratricidas por el poder.
LAS FLORES DE ARES O LA GUERRA SEGÚN ELOY
Karl von Clausewitz, en su obra De la guerra, dice que “hasta las naciones más civilizadas pueden inflamarse con pasión en un odio recíproco”. Vuelve a surgir otra tríada nefasta, odio, enemistad y violencia, hijos del miedo y de la discordia.
Pienso, con Eloy, que el arte, las artes, son el mejor instrumento para “explicar”, o mejor dicho, denunciar el horror de la guerra, el exterminio y la muerte de pueblos enteros, los genocidios en una y otra parte, a lo largo y ancho del mundo, la desesperanza de la huida y los desplazamientos de millones de seres humanos. Eloy en los últimos años ha dedicado sus exposiciones a transmitirnos por medio de contundentes instalaciones estos sentimientos urgando en la llaga de nuestras conciencias. Con Eloy se puede hablar de “arte contra la guerra”, en vez del arte de la guerra, porque este arte nunca fue tal y ahora es más espurio que nunca, si cabe, porque las guerras desde el pasado siglo XX acabaron con la figura del héroe, especialmente desde la Segunda Guerra Mundial, dando paso a la planificación selectiva, perversa, masiva y aterradora, que elimina sin piedad ninguna no sólo a los combatientes, sino lo que es peor, más grave e imperdonable, a la población civil en oleadas de absoluto pavor.
Estoy convencido, con Eloy, que el arte, e indudablemente la literatura, impacta más en nuestras conciencias que los discursos, los ensayos y cualesquier análisis concienzudo sobre la maldad de la guerra, sus orígenes y consecuencias, ya que las imágenes del horror, sean poéticas, pictóricas, escultóricas, fotográficas o fílmicas, atraviesan nuestros ojos como flechas envenenadas para alojarse dolorosa y perdurablemente en nuestros corazones adormecidos, matándonos poco a poco. Bien es cierto que también podemos sentir el dolor agudo de nuestras propias contradicciones, como así le ocurrió al pacífico protagonista de Guerra y Paz, de Tolstoi, el conde Pierre Bejúzov, fiel trasunto de su pacifista autor, que murió, lamentable paradoja, en la siniestra soledad de una estación de tren en su huida del mundo y de sí mismo.
La instalación de Eloy Velázquez cierra, pues, un ciclo de exposiciones que ha venido dedicando a los horrores consecuentes de las guerras de nuestra época, con sus sempiternas, férreas e infectas invariantes y absurdas tenacidades. Lo hace de la manera que mejor sabe expresarse, con el instrumento eficaz de la terrible belleza del arte, aquella terribilità con la que Miguel Ángel quería transmitirnos el sentimiento de ira en la fuerza de la mirada y el vigor físico de los cuerpos en sus esculturas o quizá más cercano a esa otra terribilità de distinto signo de Goya, Delacroix y Picasso o la de los expresionistas alemanes en torno a la Gran Guerra. En este caso, Eloy lo hace con una instalación, que casi calificaría de monumental, de diecinueve piezas simbólicas, dedicadas a diferentes lugares, batallas y ciudades, destruidos y arrasados en otras tantas guerras a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que llevamos del actual.
El discurso se inicia con algunos restos apilados en el suelo, relativos a alguna guerra ya olvidada, mostrando a continuación y de manera progresiva las siete primeras en el tiempo, seguidas de las doce restantes, como banderas más completas en telas de color sobre tres viejas maderas de derribo cada unidad, con las flores secas, de apariencia marchita, magníficamente talladas y superpuestas sobre aquellas. Estas banderas y sus flores desarrollan un discurso semicircular en torno a una “mesa de armisticios” en la que se encuentra grabado el preámbulo la Carta de las Naciones Unidas, de 1945, y sobre la que hay muertas quince palomas, más otras cuatro en el suelo. Frente a la mesa y también a sus pies, la bandera en plomo de la ONU y en otro lugar, la presencia rotunda de un video (U.N.), con banda sonora original de Tomás Marco, magnífica en la expresión del sonido y del ruido, magnífico en la superposición de imágenes de ruinas y banderas.
¡Cuánta simbólica ironía! ¡Cuánto dolor! ¡Cuántas y qué culpables son nuestras contradicciones!, porque por mucho que queramos ser pacifistas, muchas veces nos sorprendemos justificando algunas guerras. Enorme es la experiencia y enorme sigue siendo el sufrimiento de los pueblos, que aparentemente “no hace mella en nuestros insensibilizados corazones, machacados por tanta repetición, acostumbrados ya a las ruinas, a las heridas urbanas, a las cicatrices de las balas”, pero que nos mata poco a poco.
Fernando Zamanillo Peral